Foto - Sebastián Felipe Abondano

Por: Ernesto Zarza González


En 1973 uno de los más connotados pensadores colombianos, Germán Arciniegas, se enorgullecía de la “silla verde” sobre la que Bogotá estaba sentada. Argüía, presumido como si las montañas que adornan el oriente capitalino le hicieran soterrados guiños de complicidad, que, al menos hasta ese día en el que escribió su ensayo, eran lo único que no había “logrado destruir la mano del hombre”. Aunque ésta metáfora, que él empleó para traer a colación la usada frase, peca de falta de causa final, si tenemos en cuenta que el pensador previamente se quejaba de que la mano del hombre había destruido lo que la misma mano del hombre había creado: extrañaba las viejas casas coloniales, reemplazadas por edificios de apartamentos y oficinas, así como los antiguos claustros religiosos de los franciscanos, dominicos y agustinos, en cuyas heredades se levantaron magnas edificaciones gubernamentales; le hacía falta el verde aditamento de líquenes que adornaba las tejas de barro verdeazuladas y amarillentas de las casonas del barrio de La Candelaria; suspiraba al pensar en las estrechas y oscuras calles adoquinadas que desaparecieron para darle lugar al pavimento y a los carriles de las avenidas.

Pero Arciniegas, que dedicó esa apología a las montañas, omitió hacernos caer en cuenta de que, ya en ese año de gracia de 1973, esa “silla verde” sobre la que veía sentada a Bogotá, era presa de la garra del hombre —no “de la mano”, como cándida o eufemísticamente quería hacer ver—.

Pues, efectivamente, ya hacía años en los que personas llegadas de varios lugares del país, por causa de la violencia que se vivió en décadas anteriores de ese siglo XX, habían sentado su reales tugurios en ellas, formando barrios marginales que hoy, a comienzos del 2010, vemos que llegan en algunas partes hasta la cima misma de la masa que antiguamente era verde, la masa que los Muiscas veneraban en la figura de los cerros tutelares que los descendientes de los colonos hispanos llamaron los de Monserrate y de Guadalupe (los mismos sobre los que construyeron una Iglesia y edificaron una estatua de la Virgen, respectivamente, llevando a cabo, de esa forma, una especie de coloniaje religioso, a modo del que hicieron en el cerro de La Popa, en Cartagena, en el que supuestamente era venerado el demonio, conocido como Buziraco, por medio del cual eran atacadas las heresiarcas creencias nativas al edificar santuarios católicos en las cimas de las montañas), la masa en cuya falda el Zipa, el cacique indígena de la localidad, tenía su sitio de recreo, conocido por ellos como Bacatá, sitio en el cual un 6 de agosto de 1538 el fundador de Bogotá, el adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada, decidió plantar las doce chozas y la iglesia con las que empezó esta ciudad que hoy tiene siete millones y medio de habitantes y a la que llamó Santa Fe de Bogotá, realizando una especie de sincretismo entre la castellanización del nombre indígena del sitio y la santa fe que movía a todos los conquistadores españoles, la santa fe que emplearon para llevar a cabo sus tareas non sanctas de avaricia, guerra y exterminio.

En consecuencia, le otorgó al maestro Arciniegas la oportunidad de encausar su argumento dentro de lo que podría ser una sana duda metódica o, más bien, dentro de lo que podría ser una mágica concepción retórica. Sin embargo, el mío, mi argumento, va más allá de los linderos macondianos y se aferra a la cruda realidad, que, otra usada frase hecha de proyección universal, siempre será más mágica que la ficción. Insisto en el hecho de que Arciniegas omitió, sea cualquiera la causa que lo haya motivado a hacerlo, la conquista que de los cerros orientales han hecho las personas desde hace muchos años. Quizás en su mente la mística presencia verde no podía ser maculada por palabra alguna, asunto plausible y respetable. Más, sin embargo, si el maestro viviera hoy, habría de revisar su escrito, o posiblemente elaborar uno nuevo, en el que se quejaría de que, tanto los pobres como los ricos, vulneran y humillan el manto verde de las montañas construyendo edificaciones, desde las más lujosas hasta los más recalcitrantes tugurios, con el visto bueno de las corruptas autoridades que, en sus trámites burocráticos, sólo son movidas por el dinero fácil, olvidando que la ciudad de Bogotá solamente tiene a esa “silla verde” como al ancla ecológica que solivianta en algo los pulmones de sus habitantes. En efecto, cualquier persona que esté en Bogotá es impelido a ver las montañas que están del lado por el que aparece el sol en las mañanas; de la misma manera, la vista es testigo de las millonarias edificaciones que en los últimos diez años se han levantado a las faldas de los portentos verdes, pretendiendo competir, ¡pobres diablas!, con la majestuosidad de los cerros (aunque, para hacerle honor a la verdad, lo que las personas adineradas no han logrado, con todo y los magistrales cohechos que para tal efecto son llevados a cabo, lo han realizado las personas menos pudientes de la sociedad, que han invadido, ante la desgana de las autoridades competentes, los cerros orientales en muchos de sus sectores).

Si el maestro viviera, hoy se quejaría, igualmente, de la garra del hombre —no “de la mano”, como cándida o eufemísticamente quería hacer ver— que prende fuego a los cerros, a esa “silla verde”, dejándola chamuscada y con el color grisáceo que le proporcionan las cenizas que están por encima de los negruzcos contrastes que presenta toda la quemada flora endémica, la misma que nos permite a los bogotanos respirar con menos complicaciones de las que deberíamos tener por causa de la polución.

El “fenómeno del niño”, ocasionado por los múltiples daños que el ser humano le ha causado a esta Tierra sobre la cual fue destinado a vivir, ha hecho que la sequía haga de los fríos, nublados y lluviosos días de la Bogotá de antaño una manifestación omnipotente del astro rey, con cielos totalmente despejados y con un clima que semeja una caldera del demonio, con un sol que ateza los rostros de las personas y que curte el verde de los cerros, haciéndolos vulnerables a los fósforos que manos —¡garras!— criminales arrojan sobre ellos, a las colillas de cigarrillos que las manos —¡garras!— de estúpidos tiran a sus pies, a los vidrios que manos —¡garras!— indolentes dejan tirados en las laderas, a las pavesas resultado de los asados mal llevados a cabo por las manos —¡garras!— de ignorantes. Las pocas personas que no le prestan atención a los avisos de las autoridades nos están haciendo pagar a todos las consecuencias de sus faltas, la culpa colectiva está en manos —¡garras!— de unos cuantos insensatos y en el inocuo papeleo de unos corruptos.

Otras ciudades tienen el Central Park o los Parques de Palermo a modo de pulmón; Bogotá tiene a los cerros orientales. Si el maestro Germán Arciniegas viviera hoy vería que queda muy poco de su “silla verde”, vería en su lugar orondas siluetas de edificios de personas acaudaladas, el resplandor de los techos de zinc de los tugurios que les son vecinos a las edificaciones de los ricos y vería la estela de humo que sin doquier sale estos días de muchos rincones de los cerros, debido a que al “fenómeno del niño” se le han aliado, en contra las montañas y, por ende, en contra de la salud de millones de personas, las manos —¡garras!— de estúpidos, de criminales, de indolentes y de ignorantes que están ayudando a acabar con el escaso manto verde que nos hace respirar a los bogotanos.

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